Tierra de libertad

Cuando uno habla de hacerse emprendedor, autónomo, freelance, o como quiera uno llamarlo, la mayoría de la gente comienza a hacer referencia a todo lo negativo que tiene ese modelo.

«Los impuestos no te dejan vivir» «hay que estar detrás de la gente para que te paguen» «Es un rollo llevar la contabilidad y hacer todo el papeleo» «Al principio cuesta mucho mantenerse y la mayoría cierra antes de un año» «Para que esto arranque, hay que echarle billetes»

El peso negativo al que se enfrenta una persona con ganas de emprender es tan brutal, que la mayoría sucumbe ante él y desiste de intentarlo poco después de planteárselo. «No merece la pena» es la frase que mejor define la opinión de la mayoría.

Lo peor de todo es que, en el fondo, no les falta razón. Hay muchísimas trabas y obstáculos dentro de un proceso lento, trabajoso y muy poco agradecido. De repente tienes que dominar cosas que no sabías ni que existían y que, por supuesto, no te motivan para nada, pero pronto uno comprende que si se quiere sobrevivir hay que controlar, aunque sea mínimamente, de administración y contabilidad. Que se tienen que conocer los procesos fiscales y los formularios que se deben cumplimentar. Que por cada cosa que cobras, una buena parte no es tuya. Que los gastos que generas tienes que recordarlos y demostrarlos…

Entonces…¿Por qué hacerlo?

Los motivos de cada uno son tan personales y dependientes de su situación personal que sería absurdo intentar enumerarlos todos. Al menos en mi caso, en el de Fredingrado, fue una combinación de oportunidad, azar, perspectivas de futuro y ganas de hacer las cosas a mi manera.

En una época donde muchos autónomos se replantean su situación y deciden ponerse a opositar para trabajar en algo que le de seguridad, yo dejé de ser un publicista que aspiraba a trabajar en el Parlamento Europeo para intentar hacer las cosas de la forma que a mi me gusta. Durante años trabajé para diversas empresas y agencias. Aprendí la profesión y comprendí, al menos a grosso modo, cómo funcionaba ese cerrado y pautado mundo de la publicidad, las reglas por las que se guía y los procesos que se siguen para llevarlo a cabo.

Entonces vi que se podía. Que podía hacer lo mismo que ya hacía, pero sin depender de un tercero que se llevase el grueso de lo que yo producía y, sobre todo, que me limitaba y marcaba el camino a seguir. Que me encadenaba a un modus operandi, a unos proyectos y a un estilo que ni era el mío, ni muchas veces, el adecuado.

Fredingrado se presentó, entonces, como el camino lógico a seguir. Lo que comenzó como una manera de ganarse la vida mientras intentaba obtener una plaza como Administrador Europeo de la UE (en la rama de comunicación) se convirtió en un estilo de vida. En un pequeño recién nacido que precisaba de mimos y cuidados constantes, pero que cada día me daba caminos diferentes a seguir, en el que nadie más que yo decidía cuál tomar. Una aventura constante donde yo era el protagonista.

Ya ha pasado bastante tiempo desde entonces, y, si hago repaso de toda la gente con la que he trabajado, los proyectos llevados a cabo y todo lo que he aprendido, compensa con creces todas las horas sin dormir, todos los momentos que perdidos, los apuros económicos y los momentos de duda vividos.

El camino sigue y, al menos mientras uno aguante, Fredingrado seguirá existiendo.

 

 

 

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